Cuando Cristóbal Colón descubrió Cuba para el reino de España, se pensó que nuestro país sería un productor de oro inagotable, pero la realidad fue que las reservas de este metal eran bien escasas. La verdadera fuente de riquezas, a la larga, resultó ser el azúcar producido a partir del cultivo de la caña, el oro dulce fue el combustible que impulsó el motor de la prosperidad económica nacional.
Con el cultivo de la caña y la fabricación de azúcar llegaron de forma progresiva los adelantos tecnológicos, se aumentó la cantidad y calidad de su elaboración. Los siglos xix y xx, respectivamente, fueron testigos de una verdadera revolución de la industria azucarera, gran cantidad de ingenios surgieron a lo largo y ancho de nuestra geografía. Las guerras mundiales trajeron nefastas consecuencias para Europa, pero el vacío de producción en el viejo continente benefició a nuestra primera industria con el aumento de los precios del azúcar, períodos conocidos como de las vacas gordas y la danza de los millones.
Llegados los barbudos a La Habana, en 1959, se continuó con el fomento de la producción azucarera a partir de los centrales nacionalizados y, posteriormente, con algunos fabricados con ayuda del campo socialista. La década de los setenta del pasado siglo en nuestro país, fue de puro cañaveral. Se abandonaron y descuidaron otras tareas para potenciar esa obsesión de Fidel Castro que se nombró “La zafra de los diez millones”. Al final, solo fueron ocho los millones a costa del sacrificio de la mayoría. Lo único bueno surgido de esa época de chifladura, fue el popular grupo musical “Van Van”, nombre tomado por el eslogan de moda que rezaba: “De que van, van”, en referencia al cumplimiento del descabellado plan de producción.
De cualquier manera, es innegable el peso de esta industria en nuestra economía, por eso todos observamos boquiabiertos e incrédulos cuando se anunció, pocos años atrás, la “Tarea Álvaro Reinoso”, que no era otra cosa que un desmantelamiento irracional de la industria azucarera. La justificación dada fue de las más absurdas: que el precio del azúcar en el mercado internacional estaba demasiado bajo; nos preguntamos entonces ¿cómo es posible que otros países productores continuaron fabricando azúcar? La respuesta es que las empresas privadas son eficientes y las empresas socialistas nuestras no.
Así que la solución fue botar el sofá por la ventana, sin importar las consecuencias que a la postre acarreó semejante desatino: Comunidades enteras se convirtieron en pueblos fantasmas, al depender del central azucarero como medio y modo de vida. De nada valieron medidas emergentes que resultaron en fracasos, como era de esperar, para aliviar la situación a los miles de hombres y mujeres que quedaron desprotegidos al despojárseles de su medio de subsistencia e idiosincrasia. Hoy hay pueblos, como Lugareño, otrora orgullosa comunidad azucarera, donde los únicos empleos existentes son en servicios comunales y como obrero agrícola.
Ahora la nomenclatura está corriendo y exigiendo producción y eficiencia, claro está, no reconocen su error, uno de tantos. Nada, que siguen experimentando y si no resulta, pues bien, “el momento histórico lo requería”, es la eterna justificación, amplificada servilmente por la oficial y maniatada prensa. Por supuesto, nadie rinde cuentas o paga, como no sea el sufrido pueblo cubano.